Cuando era chica, soñaba con un futuro de cuento de hadas. Realmente creía que algún día encontraría a mi Príncipe Azul y viviríamos felices para siempre. Pensaba que eso completaría mi vida.
Pero la vida no es un cuento de hadas. Aun así, eso no me detuvo de buscar validación y propósito a través de mis pololeos. Al terminar el colegio, pensé que había encontrado al hombre perfecto.
Teníamos mucho en común. Pasábamos horas conversando sobre cualquier cosa que te imagines. Estábamos enamorados y, eventualmente, decidimos que casarnos era el siguiente paso. Me sentía bien con eso porque no quería estar sola toda mi vida.
Con el tiempo, el deseo se convirtió en el foco de nuestra relación, y jugábamos constantemente. Nos convencimos de que "solo nos estábamos divirtiendo". Mentíamos a nuestros amigos y faltábamos al trabajo solo para pasar más tiempo juntos.
En nuestra búsqueda de pasión, desesperadamente buscábamos emociones y placer, sin importar los demás. Llegué a confundir la intimidad física con amor. La codicia y el egoísmo dominaron nuestra relación: se convirtió en un ciclo repetitivo y vacío.
Un día, un amigo me invitó a un encuentro juvenil organizado por Vida Estudiantil. No quería ir, porque pensaba que los cristianos eran raros, que te lanzaban biblias y agua bendita al entrar en su espacio "sagrado".
Para mi sorpresa, no fue así. Todos eran personas normales, y algunos hasta bacanes. Pero lo que realmente cambió mi vida fue el mensaje. Hablaba de una relación personal con un Dios personal. Algo hizo clic dentro de mí.
Viniendo de un ambiente religioso, siempre era sobre lo que debías hacer para merecer algo. Pero ahora escuchaba sobre Jesús, que renunció a su vida porque quería conocerme y relacionarse conmigo, incluso cuando no lo merecía. Mi concepción de un dios distante y desinteresado se desmoronó.
Me encontré con un Dios movido por amor, liberándome de cargar con todas mis tonteras. No importaba mi pasado o dónde había estado. Solo necesitaba creer. Eso marcó el inicio de mi relación con Jesús.
Tuve que aprender a confiar en que solo Él podía llenar mis necesidades. Eso significaba establecer límites que me impedirían sabotear mis propias relaciones saludables. Tomé decisiones difíciles sobre con quién salir y con quién casarme.
Jesús me enseñó a separar el amor de la intimidad física. No prometió eliminar mi deseo por ella, sino que aprendí que en medio de ese anhelo, Él es digno de confianza. A Él debo correr, no a los brazos de otro.
Hoy, Dios ha bendecido mi matrimonio, no para satisfacer completamente mis necesidades, sino para que Él pueda expresar una intimidad desinteresada a través de mi esposo.
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